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¿Progresamos económicamente? Razones para el optimismo
Tradicionalmente, los economistas se han mostrado optimistas ante el progreso en la sociedad, entendido como el crecimiento de la producción de bienes y servicios para la satisfacción de las necesidades humanas. Sin embargo, desde hace varias décadas se multiplican las posturas pesimistas, que se centran, entre otros aspectos, en las consecuencias del progreso sobre el medio ambiente, en la amenaza que pueden suponer las nuevas tecnologías o la demostrada escasez de los recursos del planeta. Incluso se ha llegado a decir que el paradigma económico está en crisis. Pero, ¿lo está realmente? Y lo más importante, si lo está, ¿hay motivos para la esperanza?
La economía, en sí misma, no puede ser optimista ni pesimista. Son los supuestos en que se basa, como ciencia que es, los que pueden serlo. El optimismo de los economistas convencionales bebe de la Ilustración, de la que la economía tradicional es hija predilecta, mientras que el pesimismo tiene sus orígenes en la postmodernidad, como explica el profesor del IESE Antonio Argandoña en "El progreso: una visión desde la ciencia económica".
La ciencia económica tradicional o neoclásica es optimista, pues se concibe como un instrumento para la gestión de la escasez de los recursos ante unas necesidades humanas que se suponen ilimitadas. Según este modelo, la economía conduce siempre a una situación mejor que la anterior. Confía en la razón y la capacidad del hombre para controlar el mundo y tiene a su favor los resultados obtenidos con las revoluciones agrarias e industriales de los últimos siglos, que lograron aumentar notablemente la producción de bienes y la calidad de vida de los habitantes de los países desarrollados.
Optimismo basado en la naturaleza humana
Aunque esta visión sea optimista, no es ingenua; sabe que el progreso no está garantizado y puede encontrar obstáculos por el camino, como la carencia de recursos, la injusticia en el reparto de los resultados obtenidos y los fallos del mercado, que impiden que éste se autorregule adecuadamente. Ante estas dificultades, el desarrollo sólo es posible gracias a la racionalidad e ingenio del ser humano, que puede diseñar intervenciones del Estado que solventen esos problemas.
La participación del Estado en el sistema económico también divide a los economistas: los socialistas están a favor del intervencionismo estatal y los liberales se oponen. Sin embargo, ambos comparten la noción de progreso y lo conciben como el mayor bienestar para el mayor número de personas. Se basan en una antropología sencilla que presenta al agente económico como un ser racional capaz de tomar decisiones sobre el uso más eficiente de sus recursos.
De esta visión, el profesor Antonio Argandoña critica que no contemple otras consecuencias de las acciones del ser humano más allá de las económicas.
La economía es la ciencia de la acción humana y, por tanto, sólo puede entenderse desde la antropología. Debería contemplar todas las dimensiones del hombre: como ser social, como dominador del mundo, como ser dependiente, como ser espiritual. La antropología en la que se sustenta la economía resulta insuficiente; olvida aspectos importantes de la acción humana y considera al hombre como una máquina bien programada, pero no auténticamente libre. Es la concepción propia de la Ilustración, donde no hay lugar para la ética, que en realidad resulta indispensable para lograr el equilibrio de todo sistema, ya sea la familia, la empresa o la sociedad.
Ante esta situación, es necesario revisar los supuestos antropológicos del sistema. El profesor Argandoña recomienda prestar atención a la doctrina social católica, basada en una sólida antropología, porque puede ayudar a encontrar los principios sobre los que edificar la nueva economía. Esta opción, asegura, permitirá conservar los éxitos de la ciencia tradicional y superar sus limitaciones.
La nueva economía debe revisar el propio concepto de desarrollo y apostar por el progreso del hombre en todas sus dimensiones. Y también de todos los hombres, pues sin el desarrollo económico, social y moral de los demás, nunca se podrá alcanzar el desarrollo pleno de uno mismo.
Una visión pesimista del progreso
Un ejemplo de lo que puede ocurrir cuando no se tiene en cuenta esta visión antropológica completa son los errores de diagnóstico que se cometieron en los países en vías de desarrollo, explica el profesor Argandoña. Se creyó que la visión tradicional funcionaría porque la idea de progreso era compartida: aumentar la producción y la renta per cápita. Pero el sistema estaba pensado para resolver los problemas en los países más avanzados y no se tuvo en cuenta que éstos contaban con el apoyo de instituciones como el estado de derecho o la libertad de empresa, inexistentes en los países más pobres. Se pensó que bastaba con proporcionarles recursos financieros o realizar inversiones mayores. Es decir, se planteó una economía más parecida a una máquina perfecta que a una comunidad humana, sin tener en cuenta su contexto. Aún así, este pesimismo convive con una actitud optimista que se fundamenta en que si países como Japón y China han sido capaces lograr un crecimiento sostenido, es que es posible hacerlo.
En los últimos años se han multiplicado las visiones pesimistas hasta el punto de poner en tela de juicio el propio paradigma económico. Algunas de las críticas que se hacen al sistema son las consecuencias que está teniendo sobre el medio ambiente; los efectos imprevisibles e imprevistos de las nuevas tecnologías, que se han convertido en una amenaza permanente; la demostrada escasez y limitación de los recursos del planeta; el no ser capaz de solucionar graves problemas como el hambre o la desigualdad.
No son críticas nuevas, algunas se remontan a la segunda mitad del siglo XX y muchas se basan en ideas marxistas. La diferencia es que, entonces, los autores que las hacían eran pesimistas sobre el pasado y culpaban al sistema capitalista de todos problemas, pero optimistas con el futuro, pues creían que el comunismo sería la solución. Hoy en día, esta oposición crítica ya no tiene esperanzas en el futuro, pues se ha demostrado que no hay alternativa al capitalismo y el Estado, que debía liderar el nuevo progreso, está en crisis.
Aunque el profesor Argandoña acepta algunas de estas visiones, se muestra crítico. Asume, por ejemplo, que la tecnología conlleva riesgos, pero considera que ello no justifica cerrarse en banda a su uso. En definitiva, no comparte esa visión pesimista porque infravalora la capacidad del hombre para resolver sus problemas. El futuro es optimista, siempre que la economía sea capaz de construirse sobre unas bases antropológicas más completas y sólidas.