IESE Insight
Europa, bajo la luz del gas
El plan europeo 20-20-20 para reducir las emisines de CO2 un 20% y aumentar tanto la eficiencia energética como el uso de fuentes renovables en la misma proporción plantea retos a corto y medio plazo.
El World Energy Outlook, la publicación insignia de la Agencia Internacional de la Energía, asegura que Europa se queda corta en sus planes de lucha contra la contaminación. Y le insta a que, para 2020, reduzca sus emisiones un 23%, tres puntos más de lo previsto en el marco de la UE.
Hoy por hoy, la Unión todavía produce más del 50% de su electricidad con carbón, gas y petróleo. El profesor Xavier Vives y el investigador Giulio Federico creen que el gas es una necesaria energía puente mientras no llega el desembarco definitivo de las renovables. Pero necesitamos asegurar un suministro estable, de calidad y competitivo. En Políticas Energéticas en la UE: Seguridad de Suministro, Medio Ambiente y Competencia, los autores describen lo que será una dura antesala de un futuro más verde y sostenible.
Importadores de energía
En 1990, Europa importaba el 44% de la energía que consumía y en 2007 se llegaba ya al 57%. Las cifras son peores para la zona euro y todavía más en España, cuya dependencia energética llega al 80%. Uno de los factores que mejor explican este escenario es el aumento de consumo de gas. La Unión lo usa para generar una cuarta parte de su suministro eléctrico. Pero mientras el consumo sube, la producción doméstica se ha estancado. Reino Unido y Holanda, los principales proveedores internos, no tienen suficientes reservas y se estima que la producción de gas en la Unión se reducirá a la mitad de aquí al 2030. Para ese año, la Agencia Internacional de la Energía pronostica que la UE subirá sus importaciones de gas entre un 37 y un 65%. Nuestra dependencia sobre este factor se incrementará drásticamente, y hoy, más que nunca, hay que escoger muy bien dónde iremos de compras.
Dependencia rusa
Rusia, con 43 billones de metros cúbicos, tiene las mayores reservas de gas de los países que exportan gas a Europa . Es también el principal proveedor de la UE, con una cuota del 31%. Pero la Unión no puede confiarse a una sola fuente. Ni que sea por conflictos políticos como el que enfrentó a los rusos con Ucrania, país por donde pasa la tubería que abastece Europa, y que acabó con un corte de suministro en enero del 2006.
De hecho la propia Rusia ya tiene proyectados dos gasoductos que la comunicaran directamente con Europa, cuyas primeras entregas están previstas para finales del 2011. Pero aún así los autores recomiendan diversificar el mix de proveedores. España, por ejemplo, sustituye las importaciones rusas con gas natural licuado (GNL) proveniente de varios países.
Allí radica parte de la solución, sobre todo cuando las conexiones mejoren su capacidad y longitud y lleguen incluso a Italia a través de Cerdeña. Pero no será hasta el 2011 que se empiece a construir la que se espera sea la gran alternativa a Rusia: un gasoducto que nos conecte a Irán, Turkmenistán y Azerbaiyán, cuyas reservas de gas son comparables a las rusas. Todas estas infraestructuras ofrecerán, en principio, capacidad suficiente hasta el horizonte 2030 y suficientes proveedores alternativos. Sólo así se podrán negociar contratos competitivos, y sobre todo, sostienen Giulio Federico y Xavier Vives, flexibles.
Cambiar para frenar el cambio
Hasta hoy el protocolo de Kyoto ha sido la principal política de reducción de emisiones. Establece un recorte del 8% para 2012 respecto a los niveles de 1990. Hace dos años la Unión había cumplido la mitad de este objetivo y se espera que lo complete gracias sobretodo a los logros de Alemania, Francia y el Reino Unido. Uno de los aciertos del protocolo ha sido la creación del sistema ETS, un mercado transparente donde los estados miembros pueden comerciar con derechos de emisión. También se ha fomentado el uso de energías renovables hasta cubrir un 15% la demanda total de 2007, según el Eurostat.
Hasta el momento la UE ha pasado de un ratio de generación eléctrica de 600 toneladas de emisiones por gigavatio/hora (600t CO2/GWh) a 450 toneladas. Un avance necesario, pero insuficiente. Los expertos de la AIE avisan que para que el aumento de la temperatura global no supere el umbral crítico de los dos grados, las eléctricas europeas tendrán que reducir sus emisiones hasta las 275 t CO2/GWh. Así que, de golpe, el gas pierde atractivo a largo plazo, porque sus centrales superan este tope en más de un 30%. El gas será parte de la solución, pero sólo parte.
Los autores reivindican una transformación profunda para el mercado energético europeo. De entrada, recortar a la mitad la generación con centrales de carbón y doblar su apuesta por las renovables. El mercado de emisiones debería reducir las asignaciones de CO2 a cada país y plantearse cuál es el mejor uso para los ingentes beneficios que las subastas de estos derechos puedan generar. Por supuesto se puede insistir en el fomento de las renovables, pero los autores advierten que hay que evitar excesos.
Y es que la energía solar, por ejemplo, goza de una tarifa varias veces superior a la de su competencia, generando una distorsión para muchos excesiva. Este auge de las energías limpias, además, traerá consigo el reto de gestionar un sistema cada vez más basado en fuentes intermitentes. Eso obligará a invertir en infraestructuras de generación y almacenamiento exclusivamente destinadas a atender picos de demanda o caídas de producción.
El coste de la energía subirá irremediablemente. Sobre todo, avisan Federico y Vives, si no se refuerza el papel de las nucleares, relativamente limpias y baratas, pero lastradas por su impopularidad y la generación de residuos. Y este aumento de costes se traducirá tarde o temprano en una subida de las tarifas domésticas. En el Reino Unido ya calculan un encarecimiento de entre un 14 y un 25% en términos reales para el 2020. ¿Impopular? Seguro. Aunque a la vista de las advertencias de la comunidad científica, cuesta ponerle precio a la lucha contra el cambio climático. Lo peor, como destacan los autores, sería no hacer nada.