IESE Insight
La economía sumergida, una estrategia miope
La economía sumergida puede ser una consecuencia de la recesión, pero también una forma permanente de plantear un negocio.
Ocultar una actividad comercial para reducir la carga impositiva, exagerar los gastos fiscalmente deducibles o declarar menos trabajadores de los que realmente hay en la empresa para reducir los pagos a la Seguridad Social son algunas prácticas de economía sumergida, pero el abanico de opciones para defraudar es tan amplio como podamos imaginar, explica el profesor del IESE Antonio Argandoña en el artículo "La economía sumergida: consideraciones éticas".
El autor analiza desde un punto de vista ético las formas más o menos organizadas y arraigadas de economía no declarada, la conocida como "economía sumergida". Estas prácticas pueden englobarse en tres grandes grupos: las que están orientadas al incumplimiento de las obligaciones fiscales, como no declarar actividades que deberían dar lugar al devengo de un impuesto; en segundo lugar, aquellas que guardan relación con la Seguridad Social, como el empleo de trabajadores no declarados o con una situación laboral oficial que no se corresponde con la real, y, por último, las que tienen que ver con regulaciones y normas, como las referentes a la higiene y seguridad en el trabajo, la localización de actividades productivas, etc.
El objetivo de la economía sumergida siempre es el mismo: reducir los costes de la empresa. Pero, ¿cuáles son sus causas? Estas prácticas pueden surgir de la necesidad de ajustarse a una situación difícil, creada por la aparición de competidores agresivos o una recesión grave, o bien ser una manera habitual de trabajar, total o parcialmente fuera de la ley, a fin de evitar algunos costes o regulaciones.
Una práctica habitual
La economía sumergida se convierte en el modus operandi de una empresa cuando ésta la practica a lo largo del tiempo, de modo total o parcial, fuera de los mecanismos legales de declaración de la actividad. Esta conducta se puede apoyar con argumentos muy diversos. Por ejemplo, por oposición a un sistema fiscal o regulatorio. La empresa puede esgrimir que las regulaciones e intervenciones del Gobierno son excesivas, que las autoridades parecen incapaces de llevar a cabo una gestión eficaz de sus ingresos y gastos, etc.
Se trata de argumentos dignos de consideración, pero moralmente poco sólidos, asegura el profesor del IESE Antonio Argandoña. La oposición a estas medidas debería basarse en razones objetivas y canalizarse por vías democráticas aceptables y siempre dentro de la legalidad.
También se pueden justificar estas prácticas alegando que otras empresas son más eficientes o tienen costes más bajos, aunque no tiene sentido que una empresa incumpla sus deberes fiscales o laborales para justificar su incapacidad competitiva.
Otro de los argumentos que se utiliza para justificar la economía sumergida es la presión que los consumidores y ciertos eslabones de la cadena de producción ejercen sobre la empresa, por ejemplo, cuando solicitan facturas sin IVA.
En definitiva, cuando una empresa o sector utiliza la economía sumergida como base de su estrategia a largo plazo, está cometiendo un error no sólo ético, sino también empresarial y directivo.
El recurso ante una recesión
Cuando caen las ventas y las empresas necesitan reducir rápidamente sus costes, parece razonable contemplar la posibilidad de pagar menos impuestos y cotizaciones sociales, así como aligerar los costes de algunas regulaciones. En estos casos, la urgencia y la eficacia suelen primar sobre otras consideraciones, ya que está en peligro la continuidad de la empresa (o al menos eso es lo que se afirma), y los argumentos éticos suelen pasar a un segundo plano.
Para las empresas, los contratos no declarados tienen ventajas manifiestas, sobre todo menores costes de Seguridad Social, la eliminación de algunas cargas económicas, administrativas y legales del despido, y la mayor laxitud en las condiciones de trabajo. Pero también incurren en otros costes: el riesgo de ser descubiertos y sancionados en una inspección, quizá un menor compromiso de los empleados (¿confiarán en una empresa que los mantiene fuera de la ley?), un personal menos formado...
Los gobiernos suelen mantener posiciones ambiguas respecto a la economía sumergida y por eso no la combaten con firmeza. Los motivos son variados: por una parte, sus ingresos fiscales y por cotizaciones se reducen cuando se permiten estas prácticas, pero, por otra, la economía sumergida exige menos prestaciones por desempleo, evita que la actividad de las empresas se interrumpa e incluso podría mejorar la competitividad internacional de los bienes y servicios nacionales frente al exterior, etc.
La sociedad suele adoptar una actitud comprensiva, si no claramente favorable a la economía sumergida, cuando el paro afecta gravemente a una región o un sector, y cuando la supervivencia del tejido empresarial está en peligro y crece la incertidumbre.
Todo esto parece muy razonable, pero es "el reconocimiento, expreso o tácito, de un fracaso económico, político, social, humano y ético", advierte el autor. Primero, porque quizá no se tomaron a tiempo las medidas necesarias para evitar la aparición del problema. Un ejemplo es el de la economía española en años recientes, cuando explotó la burbuja inmobiliaria y surgieron los problemas financieros y reales de las familias, las empresas y las instituciones financieras.
En segundo lugar, porque si hace falta recurrir a la economía sumergida, se debe a que el país no ha sido capaz de diseñar un conjunto de instituciones y políticas orientadas a un funcionamiento ordenado de la economía y a facilitar la adaptación de las empresas y las familias a la recesión cuando ésta se presenta. Por último, la economía sumergida es también la muestra de las deficiencias éticas de nuestra sociedad.
Una mala estrategia
En cualquier caso, la economía sumergida no es una buena opción: "se trata de una estrategia equivocada, cortoplacista y miope", afirma el autor. Las ventajas que proporciona son transitorias y fácilmente imitables, no favorece estrategias de innovación, mantiene artificialmente las ventajas competitivas sobre una base fiscal o laboral insostenible, y proyecta sus costes sobre otros colectivos (trabajadores con menor protección social, comunidades locales con menor poder recaudatorio, etc.).
La lucha contra la economía sumergida no es una tarea fácil, pero es importante, no sólo por razones de ética social y económica, sino también, o quizás incluso en primer lugar, por razones de buena economía, de buena política y de buena ciudadanía.