IESE Insight
El lastre de la desigualdad a nivel mundial
La distribución de la renta, tanto a escala nacional como internacional, se está convirtiendo en una de las principales preocupaciones. ¿Qué se puede hacer para reducirla?
Por Branko Milanovic
Antes, para saber alguien era rico o no, bastaba con preguntarle a qué se dedicaba. La respuesta solía ser un indicador bastante preciso de su nivel de renta. Hoy la cosa ha cambiado. En términos de renta global, que alguien sea un especialista en TI, por ejemplo, no es tan relevante como su nacionalidad y lugar de residencia.
En este arranque del siglo XXI la distribución de la renta, tanto nacional como internacional, está haciendo saltar las alarmas. Tras el descenso de la desigualdad en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, al menos en los países occidentales, vemos como el péndulo se desplaza ahora hacia el extremo opuesto.
En África y Asia la renta está aumentado y, con ella, sus clases medias. En el caso de China, el nivel de renta se sitúa a la altura de Europa del Este, y países como Etiopía, Indonesia, Nigeria, Tailandia y Vietnam continúan creciendo. Sin embargo, sus clases medias siguen siendo relativamente pobres comparadas con las occidentales. Así, los estadounidenses de renta más baja ganan más que muchos indios de clase media.
Simultáneamente, la desigualdad está incrementándose en los países desarrollados. Movimientos como el del 15-M en España u Occupy Wall Street en Estados Unidos son síntomas de esa tendencia, una expresión cada vez más multitudinaria del rechazo a que el 1% de la población acumule la mitad de la riqueza mundial. Aunque no sintamos personalmente el zarpazo de la crisis, conviene saber qué implica esta desigualdad para la salud de la economía.
La desigualdad se mide con el coeficiente de Gini, que va del 0 (todo el mundo tiene el mismo nivel de riqueza/ renta) al 1 (una única persona posee toda la riqueza/ renta). Para entender qué es a lo que nos enfrentamos, establezcamos un símil entre la temperatura y los valores de Gini. Al igual que 25º es una temperatura agradable, un coeficiente de Gini de 0’25, que es el que encontramos en Escandinavia y Europa central, supone un nivel de desigualdad con la que podríamos vivir. Cuando la temperatura sube a 35º, hace calor pero es soportable. A 40º, necesitamos aire acondicionado.
Hoy, en España, el coeficiente de Gini es de 0’35. En Estados Unidos, 0’4. En Brasil, un rampante 0’6. Y a escala mundial, asciende hasta el 0’7.
Las consecuencias de una desigualdad tan extrema son palmarias, como muestra la crisis de los refugiados sirios. La migración puede ser una manera de reducir la desigualdad entre países, pero crea problemas de absorción, especialmente en Europa.
Cuando los estadounidenses más pobres son más ricos que la mayor parte de las clases medias del resto del mundo, resulta tentador pensar que la desigualdad en el seno de los países no es tan importante como la necesidad de corregir ese clamoroso desequilibrio internacional. Pero hay razones de peso, tanto prácticas como éticas, para reducir también la desigualdad nacional.
Existe una correlación entre el aumento de la desigualdad y el bajo crecimiento. Si la desigualdad es elevada, una gran parte de la población ya no puede acceder a la educación y otras oportunidades. Y, en consecuencia, el país pierde la contribución que podrían hacer esas personas.
El alza de la desigualdad también menoscaba la democracia. Cuando los ricos poseen más y tienen más voz, las leyes que se aprueban tienden a beneficiarles también más. Así, la desigualdad se afianza.
¿Qué hacer para reducir la desigualdad? Lo lógico es recurrir a la fiscalidad. Y aunque se podrían aumentar los impuestos, sobre todo los de renta y sucesiones a quienes más tienen, hay límites políticos y de acción, dado que la movilidad global del capital restringe las posibilidades de los Gobiernos nacionales.
En lugar de gravar la renta actual habría que insistir más en igualar la base, tanto económica como educativa, con la que entramos en el mercado: no solo importa el acceso a la educación, también el retorno de la misma. Si una universidad de élite arroja diez veces más retorno que otra estatal, la desigualdad no hará sino perpetuarse.
Si no se le pone coto, el auge de las élites globales podría marcar el regreso a la desigualdad extrema que vivió el mundo a finales del siglo XIX. Para que la pregunta “¿A qué te dedicas?” vuelva a tener sentido, hemos de hacer de nuestras sociedades un lugar más justo donde vivir.
Branko Milanovic es un economista serbio-estadounidense conocido por sus trabajos sobre la distribución de la renta y la desigualdad. Visitó el IESE con motivo de la publicación de su libro Global inequality: a new approach for the age of globalization.
Este artículo se publicó originalmente en la revista IESE Insight (núm. 27, cuarto trimestre de 2015).