IESE Insight
Las claves de una cultura empresarial positiva
Qué pueden hacer las empresas para fomentar ambientes organizativos en los que las personas se comporten con integridad.
Por Joan Fontrodona y Pablo Sanz
Basta echar un vistazo cualquier día a la prensa para toparse con conductas éticamente cuestionables en el mundo de los negocios. No hay sector que escape a esta realidad, desde el financiero hasta el automovilístico. Y la noticia puede provenir de cualquier zona geográfica, incluidos los países que supuestamente se tienen por ejemplares.
Los comportamientos no éticos suponen una ruptura vital que tiene consecuencias en quienes los protagonizan. Como decía Sócrates, “quien comete una injusticia se convierte en una persona injusta”. Pero nos equivocaríamos si pensáramos que la ética es solo una cuestión individual. El ser humano vive y actúa en sociedad. Por tanto, no podemos obviar el impacto de las decisiones en los demás ni la influencia de los demás en uno mismo. Es necesario analizar qué contextos facilitan y promueven tales conductas, y cuáles las dificultan y penalizan.
Como demuestran los numerosos escándalos, quien juega con fuego acaba quemándose. Y, lo que es peor, puede arrastrar consigo a quienes le rodean: empleados, clientes, proveedores, inversores y aquellos que depositaron su confianza en esa persona. Ante esta realidad, abordaremos cómo se vive la integridad a nivel individual y qué pueden hacer las empresas para estimularla a partir de la investigación acumulada en el campo de la ética y nuestra experiencia tanto en el Center for Business in Society como en el departamento de Ética Empresarial del IESE. Como veremos, la mejor forma de evitar conductas inmorales no es tanto marcar los límites de lo no ético como fomentar un comportamiento íntegro.
¿Qué es la integridad?
Decimos que una persona es íntegra cuando su comportamiento se rige de forma consistente por una serie de principios moralmente valiosos, incluso en circunstancias adversas. La integridad se pone a prueba especialmente en situaciones en que resultaría fácil y justificable dejarse llevar por otras motivaciones:
- falsificar unos datos porque “nadie se va a dar cuenta”;
- ofrecer una cantidad de dinero para obtener alguna ventaja porque “todo el mundo lo hace”;
- aprovecharse de la posición que uno tiene para sacar algún beneficio personal porque “me lo merezco”.
Algunos casos de malas prácticas empresariales se han hecho públicos porque algunos empleados decidieron denunciarlas a pesar de los costes personales que eso podía implicar. Así, por ejemplo, cuando en enero de 1986 el transbordador espacial Challenger explotó durante el despegue, las explicaciones iniciales hablaron de fallos técnicos. Pero Roger Boisjoly, ingeniero de una de las empresas implicadas en la fabricación de la nave, denunció presiones e irregularidades en la decisión de efectuar el lanzamiento, lo cual le obligó a dejar su empresa y rehacer su carrera profesional.
Al igual que el comportamiento de una persona íntegra es consistente y previsible, también se espera que las empresas íntegras actúen de acuerdo a unos principios y valores compartidos por todos sus empleados y que configuran una cierta identidad organizacional.
La integridad viene a ser una especie de metavalor. No se refiere a ninguna cualidad particular (honradez, lealtad, sinceridad...), sino a todas ellas a la vez. Una persona íntegra posee todas esas cualidades de una forma más o menos armónica. Evidentemente, esto no significa que una persona íntegra lo haga todo bien. Nadie es infalible. Pero al menos se esforzará por reconocer los errores, subsanarlos y no repetirlos.
La coherencia, base de la integridad
La integridad está indisolublemente ligada a la coherencia: una persona íntegra muestra a través de sus palabras y acciones aquello en lo que cree, es decir, hay una correspondencia entre lo que piensa, dice y hace. Además, sus ideas y valores respetan unos principios morales universales, y reflejan un compromiso con la realidad de las cosas y del ser humano.
1. Integridad en lo que pensamos
La integridad empieza por unos valores bien definidos, que se traducen en unos objetivos últimos claros. A una persona que no se mantiene fiel a unos valores y se mueve según las ventajas de cada ocasión la calificamos de oportunista. Pero tampoco hay que confundir la integridad con posturas rígidas o intolerantes, que pueden derivar en el integrismo. Los valores hay que entenderlos como “principios fijos de acción”, no como “principios de acción fija”.
El hecho de que dos personas compartan un mismo principio de acción no implica que las dos, ante una misma situación, deban actuar de la misma manera. Por ejemplo, aunque dos personas compartan el principio de “ayudar al necesitado”, si una de ellas es médico, ese principio le llevará a detenerse ante un accidente de tráfico y ofrecer su ayuda, mientras que la otra haría bien en seguir su camino para no crear más complicaciones si se marea al ver una gota de sangre.
De la misma manera, el hecho de que alguien viva de acuerdo a un principio no significa que deba actuar del mismo modo siempre. Uno puede vivir de acuerdo al principio de “amar al prójimo”, pero, evidentemente, será bueno que viva ese principio de forma distinta en el entorno conyugal y el laboral o tendrá problemas.
Concretar los principios según cada caso particular es muy distinto a cambiar de principios según las circunstancias. Cuando se confunden estos dos planos, se puede acabar en posturas intolerantes –restringiendo la libertad de las personas y forzando comportamientos uniformes– o en posturas relativistas –con el falso supuesto de que los principios morales limitan la libertad.
En realidad, los principios y valores morales aseguran un marco de libertad. Desde el punto de vista individual, porque evitan que perdamos de vista lo que consideramos importante. Y desde el punto de vista social, porque nos liberan de la arbitrariedad de quien ostenta el poder en cada momento. Cuando uno no se deja guiar por la fuerza de la razón, acaba sucumbiendo a la razón de la fuerza.
Pero, ¿cualquier conjunto de valores es igualmente válido? La experiencia nos dice que no. Puede que un grupo mafioso tenga unos principios de acción, pero nadie diría que son personas íntegras, aunque actúen sistemáticamente de acuerdo con su “código de honor”.
Efectivamente, podemos equivocarnos a la hora de otorgar un valor moral a nuestros principios y acciones. La forma de salir del error es confrontar nuestros principios con la realidad moral del ser humano. Una reflexión ponderada, con una actitud humilde y abierta a la crítica, nos ayudará a descubrir cómo son las cosas en realidad y cuáles son nuestras obligaciones morales hacia ellas. En concreto, es conveniente tener:
- Una comprensión integral del ser humano. Una visión de la persona como un ser libre, abierto a la trascendencia y con una capacidad ilimitada de desarrollo en los aspectos no materiales nos hará descubrir la dignidad del ser humano, que es la clave interpretativa última de los valores y principios morales.
- Una relación integral con el entorno, tanto físico como social. El ser humano necesita vivir en sociedad para desarrollar todo su potencial. El cuidado del entorno físico y social debe estar regido por los principios de justicia y solidaridad.
2. Integridad en lo que decimos
Una condición necesaria de la integridad es la veracidad. Difícilmente diremos que alguien es íntegro si no dice las cosas como son o expresa cosas distintas de las que piensa. La falta de veracidad daña profundamente la confianza, algo que se debe tener muy presente en la comunicación interna y externa de la empresa.
James Burke, CEO de Johnson & Johnson entre 1976 y 1989, lo tuvo claro cuando diversas personas fallecieron por la ingestión de cápsulas de Tylenol manipuladas con cianuro. Asumió que la primera responsabilidad de la empresa era hacia los pacientes y consumidores de sus productos, así que se dieron las explicaciones necesarias sobre lo sucedido, se retiró todo el Tylenol del mercado y se modificó el diseño de los envases para evitar futuras manipulaciones. En el corto plazo, las ventas globales de la empresa cayeron y el precio de las acciones se resintió, pero a largo plazo Johnson & Johnson salió reforzada por su compromiso ético.
De todas formas, la veracidad no significa que todos deban saberlo todo. Por ejemplo, la información a la que tienen derecho los accionistas no es la misma que la de los empleados o los clientes. Y hay ocasiones en que la integridad obliga justamente a callar como sucede con el “secreto profesional”.
3. Integridad en lo que hacemos
Una persona íntegra cumple lo que anuncia, sin fisuras entre sus palabras y sus actos. Es lo opuesto a la doblez, que consiste en decir una cosa y hacer otra, y que puede deberse tanto a una voluntad débil como a una intención viciada desde el inicio (se prometió algo que no se pensaba cumplir).
Muchas veces se intenta racionalizar esta falta de coherencia minimizando la magnitud de nuestro incumplimiento (“es un fallo pequeño; no es para tanto”), comparándonos con otros (“lo hace todo el mundo”), atribuyéndola a causas externas (“no tuve más remedio”) o justificándola con algún fin noble (“hubiese sido peor no hacerlo”).
Un primer aspecto de la integridad es la coherencia entre lo que pensamos y lo que hacemos. Hay una continua retroalimentación entre estos dos órdenes, de tal forma que, como dijo el filósofo Gabriel Marcel, “si no vives como piensas, acabas pensando como vives”.
A su vez, también es necesaria la coherencia de nuestras acciones en los distintos ámbitos de nuestra vida, tanto los privados como los públicos, lo cual permite desarrollar una personalidad armónica y unitaria.
Las personas que se guían por sus convicciones y son consistentes ven cómo aumenta su legitimidad y autoridad. La confianza generada facilita las relaciones sociales y, como dirían los economistas, reduce los costes de transacción.
Evidentemente, ser íntegro también tiene un coste: hay que decir no a salidas fáciles y propuestas ventajosas; enfrentarse a entornos que no penalizan o que incluso fomentan las conductas inmorales, y responder con firmeza a presiones que podrían evitarse aparcando nuestros principios. Pero hay que tener en cuenta que, como afirma Clayton Christensen, “es más fácil mantenerte apegado a tus principios el 100% del tiempo que el 98%. Si te rindes ante el ‘solo por esta vez’ basándote en un análisis de costos marginales, lamentarás las consecuencias. Debes definir cuáles son tus convicciones y trazar la línea en un punto seguro”.
Las claves de una organización íntegra
Aunque es posible mantener la integridad en los entornos más complicados, lo más razonable por parte de las organizaciones no es confiar en actitudes heroicas de sus empleados, sino crear entornos que faciliten los comportamientos éticos.
La integridad de una organización no se corresponde a la simple suma de las integridades de cada uno de sus miembros. El buen comportamiento individual es una condición necesaria, pero se requieren otros dos ingredientes para asegurar un comportamiento íntegro en la empresa: unos valores compartidos por todos que se orienten a la obtención de un objetivo común y una interacción adecuada entre sus miembros y con los demás grupos de interés.
Las empresas no son espacios de neutralidad ética. Tienen un impacto en las acciones de quienes trabajan o se relacionan con ellas a través de los valores que viven (explícitos e implícitos) y de los sistemas de gestión, políticas, procedimientos y objetivos que establecen.
Pensemos en una entidad financiera. En la sede central, a alguien se le ocurre diseñar un nuevo producto financiero que combina las ventajas –y los inconvenientes, aunque no se mencionen– de las acciones y los depósitos. La entidad financiera decide comercializarlo ligándole parte del bonus anual. Ahora tenemos a la red comercial colocando las preferentes a sus clientes de toda la vida, porque antes que los intereses de los clientes están los objetivos de la empresa y, sobre todo, el bonus de fin de año. Y, al final, se acaba por engañar a los clientes y quebrar la confianza generada a lo largo de tantos años. Todo porque nadie pensó (o no quiso pensar) en el impacto que tendría ese producto en los empleados que debían comercializarlo ni en los clientes que iban a comprarlo.
Los directivos no pueden obviar su responsabilidad en el efecto de sus decisiones en empleados, clientes, proveedores y demás grupos de interés. Por tanto, deberían plantearse tres cuestiones para mejorar el funcionamiento de la empresa: cómo crear un entorno que favorezca la integridad, cómo atajar a tiempo los comportamientos poco éticos de los empleados y cómo reparar los daños causados por la falta de integridad.
Desarrollar un entorno propicio para la integridad
¿Cómo hacer que se viva la integridad en una organización? Es necesario que todas las políticas, normas y procedimientos en los que se concreta su actividad sean consistentes, además de apoyar a todos sus miembros para que actúen de acuerdo con los valores establecidos. Así pues, en primer lugar, debe darse una coherencia entre los distintos niveles que ordenan las acciones de la empresa: filosofía, políticas, planes de acción y objetivos (ver Todo alineado).
El punto de partida debe ser una filosofía empresarial sólida y rica en valores que fomente el trabajo eficiente, la comunicación fluida y el desarrollo moral de los miembros de la compañía.
A partir de estos valores, deben determinarse las políticas en las distintas áreas de actividad (personal, compras, comercial, etc.), que harán tangibles esos valores. La falta de consistencia no hará sino crear escépticos.
En tercer lugar, los planes de acción, que tienen un marco temporal más acotado, deben aportar una visión aspiracional que permita a todos mejorar personal y profesionalmente, y unas líneas rojas de lo que la compañía no está dispuesta a consentir bajo ninguna circunstancia. También es necesario que establezcan las responsabilidades y funciones de cada miembro de la organización, así como la necesaria coordinación y comunicación entre todos.
Por último, los objetivos, que sirven para señalar dónde se quiere llegar y poder valorar los resultados conseguidos, también han de ser coherentes con los demás niveles, contemplando el progreso de la organización no solo en el plano económico.
Cuando los objetivos son solo económicos, el compromiso con los valores resulta poco creíble, ya que estos tendrán como mucho un valor instrumental: se considerarán en la medida en que contribuyan a alcanzar los objetivos económicos, pero no por su valor intrínseco.
Una segunda palanca para crear un entorno que favorezca la integridad es impulsar mecanismos, procesos y actitudes que impulsen la actuación ética, dando a los empleados marcos de referencia para la toma de decisiones, indicándoles a quién acudir cuando necesiten consejo y estableciendo una estructura formal que promueva la ética y detecte a tiempo los problemas en este campo.
Todo empieza por marcar el tono ético de la organización desde la alta dirección. Para ello es necesario:
- Una definición de los valores que guíen el comportamiento ético de la organización.
- Un comportamiento ejemplar por parte de los directivos que consolide el tono ético. Este comportamiento se transmite tanto en la comunicación sincera y fluida con los niveles inferiores de la organización como en la actuación responsable y en el cumplimiento de los compromisos adquiridos.
A partir de aquí, hay que guiar los procesos de actuación y de toma de decisión mediante:
- Un código de conducta en el que se concreten pautas claras de actuación para respetar y mantener los valores de la empresa.
- Programas de formación genéricos donde se trabaje específicamente la reflexión y la actuación ética, así como la inclusión de aspectos éticos en los programas de formación de las diferentes áreas de trabajo.
- Ayuda y consejo a los miembros de la organización, especialmente a quienes tienen más responsabilidades de dirección.
También se debe promover la conducta ética y perseguir la falta de integridad mediante:
- Sistemas de gestión, con especial atención a la política de incentivos, donde el empleado no deba elegir entre el cumplimiento de los objetivos y la conducta honesta, sino donde esta última repercuta positivamente en la valoración de su desempeño.
- Sanciones suficientes y conocidas por todos, que castiguen los comportamientos poco éticos y promuevan la reparación del daño.
- Procesos de monitorización y control, tanto de lo que afecte al desempeño económico como a la buena relación entre personas.
- Procedimientos de denuncia sencillos y confidenciales al alcance de cualquier empleado.
Por último, hay que fomentar una cultura ética abierta donde se promueva la responsabilidad. Esto puede lograrse mediante:
- Hábitos y espacios de trabajo que favorezcan el desarrollo personal y colectivo.
- Canales de comunicación internos y externos que permitan a los miembros de la organización interactuar y mantenerse informados.
- Programas de participación y voluntariado que estimulen el interés por el servicio a la sociedad y el cuidado del medio ambiente.
Detectar la falta de integridad
Se trata de adoptar una actitud preventiva, que permita detectar a tiempo las conductas cuestionables. Para ello, además de establecer mecanismos de denuncia, conviene prestar atención a algunos detalles, comportamientos y actividades cotidianas que pueden disparar las alarmas:
- Uso indebido de los recursos de la organización, lo cual incluye tanto un nivel de gasto excesivo como el uso de recursos de la empresa para fines personales.
- Incumplimiento de las responsabilidades o los compromisos adquiridos. Algunas manifestaciones son el mal uso del poder, ya sea por abusar de él o por no ejercerlo cuando correspondería; los conflictos de intereses que no se resuelven con prontitud; la falta de transparencia en las decisiones, o los favoritismos.
- Trato inapropiado a otras personas. Esto incluye desde un comportamiento centrado en el propio interés que obvia las necesidades ajenas hasta un trato poco paciente o directamente vejatorio.
Además de esas señales de alarma en un plano personal, también conviene estar atento a detalles que pueden provocar una falta de consistencia entre los diferentes niveles de la organización. Algunos aspectos a tener especialmente en cuenta son:
Presión en los objetivos. Al marcar unos objetivos excesivos, se puede estar empujando al empleado a incumplir los códigos de conducta para alcanzarlos.
Separación entre la dirección y la base de la organización. Una relación escasa o meramente funcional entre los diferentes niveles jerárquicos tiene efectos adversos, como una falta de unidad en los criterios de actuación, un bajo sentimiento de pertenencia a un proyecto común o una falta de comunicación que impida que las actuaciones inmorales lleguen a conocimiento de la dirección.
Políticas corporativas y procedimientos de control demasiado rígidos o demasiado laxos. Unas políticas que limiten excesivamente la libertad personal pueden tener un efecto contraproducente y potenciar el incumplimiento; si, por el contrario, su guía es insuficiente, pueden generar descoordinación o desorientación por falta de referencias. Es necesario encontrar un equilibrio entre el derecho de la empresa a determinar pautas de conducta y el respeto a la libertad personal.
Preparar el daño causado por la falta de ética
Los efectos de la falta de ética suelen ser más inmediatos que los de la conducta ética y se pueden dejar notar a todos los niveles: económico (caída de ventas, boicots, descenso de la cotización, multas…), de aceptación social (daños en la reputación, revisión de los marcos regulatorios, clima laboral…) y ético (pérdida de confianza, cuestionamiento de la autoridad e intención de la dirección, aprendizaje negativo en los implicados…).
Reacciones ejemplares, como la de Siemens al hacerse pública en 2006 una trama de sobornos para obtener contratos en el extranjero, ayudan a establecer algunas líneas de actuación que sirven de guía para reparar el daño provocado por la falta de integridad:
- Dar una respuesta inmediata: admitir la falta cometida, expresar la voluntad de reparar el daño y anunciar una investigación.
- Iniciar una investigación para aclarar todas las circunstancias de la transgresión: recoger todas las declaraciones voluntarias de los responsables o testigos e iniciar una investigación abierta a los grupos de interés implicados o afectados.
- Realizar y comunicar un diagnóstico sistemático, preciso y transparente: explicar las causas y el modo en que se actuó con falta de integridad y admitir las responsabilidades.
- Establecer un plan integral de reforma de la organización: revisar todos los factores internos que hayan podido propiciar la transgresión (el liderazgo y las prácticas de la dirección; la cultura y el clima de la empresa; la estrategia y todos los sistemas, políticas y procesos).
- Reemplazar a los responsables directos e indirectos: especialmente en el caso de la alta dirección, la sustitución de los responsables no solo muestra la necesidad de cambio, sino también la voluntad de emprender la renovación.
- Restablecer una identidad positiva de la organización y fomentar una nueva cultura ética: alentar una identidad basada en hitos de la empresa que pongan en valor sus virtudes y fortalezas, y que permita superar el daño de la transgresión a todos los niveles.
- Evaluar de forma sistemática y transparente todas las reformas: asegurarse de que todas las medidas tomadas, tanto formales como informales, han tenido los efectos esperados.
A Siemens no le tembló el pulso a la hora de relevar a toda la alta dirección, destinar los recursos necesarios para la investigación e implantar un nuevo programa de ética y cumplimiento. Su reacción se ha convertido en un caso paradigmático de gestión de crisis y recuperación de la confianza.
Entre el cumplimiento y la integridad
Al hablar de la conducta ética en las empresas, a veces se tiende a presentar como opuestas dos visiones: una que se fijaría en el cumplimiento de las normativas y procedimientos establecidos, frente a otra que incidiría en el desarrollo de competencias morales en las personas. Los partidarios de esta última visión criticarían que la otra reduce la ética al cumplimiento de la legalidad, mientras que los partidarios de la primera dirían que la segunda es excesivamente idealista y poco práctica.
En realidad, habría que entenderlas como dos visiones complementarias que se refuerzan mutuamente. La visión centrada en el cumplimiento normativo asegura unos mínimos: evita la responsabilidad legal y protege los derechos de los diversos agentes implicados en la actividad de la empresa. Por su parte, la segunda visión pone de relieve que, más allá de los mínimos legales, hay un espacio de actuación que depende de la voluntad y la libre decisión de las personas, que también debe orientarse éticamente. Es una visión aspiracional que pretende crear una cultura corporativa que fomente la conducta ética y el desarrollo moral de las personas.
En un enfoque de estricto cumplimiento, la ética puede ser vista como un elemento más de control; en cambio, en un marco más aspiracional, los empleados verán esas políticas como una ayuda para decidir en situaciones complejas. Resulta positivo tener parámetros claros de actuación que ayuden a determinar lo que es oportuno hacer en cada momento y lo que no debe hacerse ni consentirse.
El primer paso para hacer el bien es evitar el mal. Por eso, el primer eslabón de una cultura ética en la empresa son las políticas de cumplimiento. Pero es necesario un contexto más aspiracional, porque también es cierto que la mejor forma de evitar el mal es hacer el bien. Y, dicho sea de paso, hay mucho bien por hacer.
Una versión de este artículo se publicó originalmente en la revista IESE Insight (número 27, cuarto trimestre de 2015).
Este contenido es exclusivamente para uso personal. Si desea utilizar parte de este material con fines académicos o docentes, contacta con IESE Publishing, donde puedes encontrar una versión especial en PDF de «Las claves de una cultura empresarial positiva» (ART-2789), así como la revista completa en la que aparece, en inglés o en español.