IESE Insight
Cómo recuperar la confianza en el capitalismo
La ciudadanía ha perdido la confianza en la economía de libre mercado y las instituciones públicas. La buena noticia es que no es demasiado tarde para recuperarla. Lo sostiene el profesor Jordi Gual en su libro "Confiar no tiene precio".
Los humanos somos seres sociales. Nuestras relaciones, incluso con desconocidos, nos influyen tanto o más que el dinero y los bienes materiales, pese a vivir en economías capitalistas. Política, sociedad y economía nos afectan a todos. Es más: nuestro bienestar depende de los demás y repercute en ellos. La llamada economía de “libre mercado” precisa de un buen entorno social para funcionar bien.
En esta entrevista, el profesor de IESE Jordi Gual explica cómo la confianza desempeña un papel crucial en las economías capitalistas y por qué, en las últimas décadas, la confianza de la ciudadanía ha disminuido. Este es el hilo conductor de su nuevo libro, Confiar no tiene precio, que bebe de su experiencia como presidente de CaixaBank entre 2016 y 2021.
¿Por qué la confianza es tan importante para el capitalismo?
La economía de mercado es un sistema impersonal de transacciones económicas. Intercambiamos bienes y servicios a unos precios que, en la mayoría de los mercados, se fijan libremente. Sin embargo, las operaciones comerciales pueden complicarse fácilmente debido a circunstancias no previstas en los contratos. Solo si hay una base de confianza, la relación comercial fluirá y será provechosa.
Un ejemplo de la importancia de la confianza lo hallamos en las criptomonedas. Surgieron para evitar que las transacciones tuvieran que basarse en la confianza entre las partes o en una institución central que actuase como garante. Sin embargo, precisamente porque se desconoce la identidad de quienes comercian con ellas, se han visto salpicadas por numerosos escándalos, perpetrados por personas sin escrúpulos y al abrigo del anonimato.
Es fundamental que las empresas se ganen la confianza de sus clientes y empleados. La sociedad confía en aquellas cuyo propósito es atender sus necesidades mediante su oferta de bienes y servicios. Por eso, para poder cumplir esta función, deben ser rentables.
En cuanto a las instituciones públicas y los gobiernos, ya lo decía Confucio: los poderes públicos pueden prescindir de los ejércitos, incluso de los alimentos, pero no de la confianza de aquellos a los que gobiernan.
¿Qué nivel de confianza hay en España y cuánto difiere de otras democracias liberales?
Según la Encuesta Mundial de Valores (2017-2022), en España, el 41% de los participantes indica que confía en los demás, un porcentaje que se sitúa en un punto intermedio de la Unión Europea. En Alemania, la cifra es del 44,6%, y en Italia del 26,6%. Los países nórdicos obtienen los mejores resultados, con cifras superiores al 60%. El porcentaje de confianza es del 73,9% en Dinamarca, 68,4% en Finlandia y 62,8% en Suecia.
En el extremo opuesto figuran los países del Este, como Rumanía (12,7%) o Bulgaria (17,1%), así como Grecia (apenas 8,4%). Como punto de referencia, en EE. UU. el 37% de los encuestados afirma tener confianza, un porcentaje que lleva tiempo cayendo. En líneas generales, un nivel bajo de confianza en los demás suele extenderse a las instituciones, sobre todo las públicas: gobierno, partidos políticos y reguladores.
¿Por qué ha disminuido tanto la confianza en España y el resto del mundo?
El mundo lleva décadas viviendo una gran transformación. El entorno económico y el modo de vida de la gente han cambiado hasta el punto de alterar la sensación de seguridad y las expectativas de futuro. Los años de rápida globalización se han traducido en fuertes procesos migratorios, deslocalización de plantas productivas y profundos cambios en las economías asiáticas, especialmente de China. También hemos vivido una revolución digital que ahora culmina con la inteligencia artificial. A todo ello se suma que el cambio climático está impactando de lleno en el sector energético y que el entorno macroeconómico sufre una mayor inestabilidad. Por último, la pandemia de COVID-19 ha amplificado la sensación de inseguridad y ansiedad entre la población.
En muchos países, la ciudadanía tiene la sensación de que el sistema económico y político no está a la altura de las circunstancias. El rechazo al capitalismo y la democracia liberal va al alza al tiempo que la confianza en las grandes empresas y las instituciones públicas se resiente.
Un ejemplo de la creciente desconfianza se halla en el sistema financiero, un sector de la economía que ya de por sí depende de la confianza. Es el caso del crédito que nos merecen las entidades que tienen nuestros ahorros o los bancos centrales que emiten nuestra moneda. La gran crisis financiera de 2007 y 2008 fue el resultado de una burbuja especulativa que surgió de políticas monetarias y regulatorias excesivamente acomodaticias. Su estallido dañó seriamente la credibilidad no solo del sistema financiero, sino de la propia economía de mercado. Para el ciudadano medio, la crisis fue injusta e incomprensible y, en muchos casos, generó unas consecuencias negativas inesperadas.
¿En qué sentido la respuesta a la crisis financiera aumentó la desconfianza?
En primer lugar, al ser una crisis de exceso de deuda, la salida fue lenta; no es fácil restablecer el equilibrio financiero de empresas y familias. Además, se cometieron errores de política regulatoria: se tardó en sanear los balances y se exigió demasiado pronto a los bancos acumular capital. Y en Europa sufrimos las consecuencias de tener una unión monetaria inacabada.
En segundo lugar, las intervenciones monetarias extraordinarias se prolongaron en exceso. Esto llevó a una política absurda de tipos de interés negativos a lo largo de muchos años, con múltiples repercusiones, en especial en el ahorro.
Finalmente, no se explicó bien a la ciudadanía que las intervenciones para evitar el hundimiento del sistema financiero no fueron un rescate de la banca, sino de los depositantes. Eso, más las dificultades para exigir responsabilidades personales en las entidades que quebraron, generó hostilidad hacia el mundo económico-financiero y los poderes públicos.
En general, las políticas fiscales fueron incapaces de paliar los efectos de la crisis financiera. En las democracias occidentales, el sector público tiende a acumular déficit de forma crónica, lo que le impide actuar de contrapeso ante fenómenos adversos, como la gran crisis financiera, la COVID-19 o la guerra de Ucrania. En cambio, los países prudentes, como Dinamarca o Finlandia, han conseguido evitar la acumulación de déficit público –y, por tanto, de deuda–; de ahí, su capacidad de reacción. No resulta extraño que sean los mismos países donde la confianza en los demás y de la ciudadanía en la Administración suele ser mayor.
Por su parte, las políticas de redistribución, si bien han corregido en gran medida las desigualdades de rentas, no han generado auténticas oportunidades para los segmentos más desfavorecidos de la sociedad. Estas políticas se han utilizado con fines electorales, produciéndose una patrimonialización del Estado por parte de las élites políticas para mantenerse en el poder. Así, el desencanto de la ciudadanía con el sistema económico y político ha ido en aumento. Estas disfunciones se han dado en menor medida en las sociedades con mayor confianza social.
Háblenos de las compañías privadas, ¿qué responsabilidades tienen ante la sociedad?
Debido a las carencias de las políticas públicas, muchos ciudadanos exigen al ecosistema empresarial desempeñar un papel activo ante los grandes problemas sociales.
Las grandes firmas pueden acometer este reto si fijan claramente su propósito empresarial, orientándolo a atender las necesidades de la sociedad y contribuyendo a la resolución de sus problemas. Lógicamente, al mismo tiempo, deben ser rentables para crecer y conseguir su propósito, cualquiera que sea. Si no lo son y no compensan a sus accionistas por haber asumido el riesgo de inversión, desaparecerán del mercado. La rentabilidad, o viabilidad económica, no es un fin en sí mismo –pese a ser crucial–, sino el medio para conseguir el propósito de la empresa.
Además, las empresas con propósito –cualquiera que sea su sector– generan un clima de confianza y un compromiso entre sus grupos de interés. En eso radica su ventaja competitiva y ello refuerza su posicionamiento ante la sociedad.
En el libro argumenta que el capitalismo está denostado, porque existe el temor a perder el trabajo, la pensión y el estado del bienestar. ¿Cómo se pone remedio a esta situación?
Se atribuye a la globalización tanto la creciente inseguridad laboral como la incertidumbre sobre el estado del bienestar, pero es un chivo expiatorio que conviene a los políticos. Les resulta más rentable achacar las culpas al enemigo exterior que reconocer la falta de mejoras en el sistema laboral o educativo.
Por otro lado, el capitalismo es un sistema productivo muy eficaz para generar riqueza, pero no necesariamente la reparte de manera equitativa o justa. Como he dicho antes, las políticas públicas no han perseguido el bien común, sino que se han usado de manera demasiado cortoplacista, destinando el gasto público a ganar voluntades o a satisfacer a grupos sociales vinculados con los partidos en el poder.
Para regenerar el capitalismo, debemos complementar el individualismo –esencial en las democracias liberales– con el altruismo –innato en el ser humano–, pues el hecho de pensar en el interés de los demás alimenta la confianza entre las personas. Al final, la confianza mejora el clima social, fomenta la cohesión y fortalece la economía para el conjunto de la sociedad.
Si lo que necesitamos es más confianza y eso nos beneficiaría a todos, ¿por qué es tan difícil de conseguir?
La confianza es un bien muy preciado, pero no se puede comprar. Aunque no tiene precio, es costosa. No en vano, cuando confías en alguien asumes un riesgo: que te decepcione o no cumpla, aun sin intención, con las expectativas que habías depositado en él. Asimismo, cada vez que alguien deposita la confianza en nosotros, asumimos una responsabilidad: la de responder a las expectativas de quien confía. Es el coste moral de la confianza. Si somos egoístas, o solo pensamos en nosotros mismos, difícilmente los demás confiarán en nosotros, porque la confianza requiere benevolencia. De manera similar, si pensamos que los demás no son altruistas, nos costará más confiar en ellos.
Requiere también compartir los valores de honestidad, lealtad y compromiso. Cuando confiamos en alguien, confiamos en que actuará según nuestros intereses; no necesitamos comprobarlo cada día. Recordando a la filósofa Annette Baier, la confianza es aquel sentimiento placentero de que otros están con nosotros en nuestros cometidos.
Compartir el valor de la justicia es también esencial para que impere la confianza. Debido a que confiar en alguien supone juzgar su comportamiento en circunstancias imprevistas, debe existir cierto acuerdo sobre qué comportamientos se consideran correctos, algo que no es fácil de alcanzar en las sociedades actuales, complejas y multiculturales.
Por último, la confianza se viraliza, tanto para bien como para mal. Cuando aceptamos la confianza que se deposita en nosotros y los hechos la reafirman, contribuimos a una dinámica positiva de confianza en la sociedad. Por eso es tan importante el comportamiento de cada uno de nosotros. Nuestros actos pueden, o bien fomentar la confianza, o bien menoscabarla.
¿Qué pueden hacer las instituciones públicas para recuperar la confianza de los ciudadanos?
Una manera de promover la confianza es asegurarse de contar con instituciones públicas que primen la profesionalidad, combatan la discriminación y restrinjan su uso partidista. La vara de medir de las políticas públicas debería ser la persecución del bien común.
En las sociedades con mayores niveles de confianza en los demás y en sus instituciones públicas el altruismo de las personas trasciende el círculo de familiares y amistades. La gente se preocupa por el bien común y los proyectos colectivos.
Los países europeos con mayores niveles de confianza son aquellos en los que la sociedad civil exige que los poderes públicos rindan cuentas, y su gasto público no es necesariamente más elevado. De hecho, consideran prioritaria la estabilidad financiera del sector público. Además, sus políticas de inclusión social generan confianza, porque no se basan en la pura redistribución de la riqueza vía impuestos y actuaciones regulatorias, sino en un conjunto de actuaciones que favorecen la inclusión de todas las personas en el mercado laboral y el tejido social. Con este tipo de políticas, se puede restaurar la confianza. Con políticas que busquen el bien común.
+ INFO: Confiar no tiene precio, de Jordi Gual (Penguin Random House, 2024).
Esta entrevista se publica en IESE Business School Insight 167 (mayo-agosto 2024).