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Soñar con las estrellas. La nueva misión del astronauta Pedro Duque: conquistar la innovación mediante la diversidad de equipos
Pedro Duque, el primer astronauta español en viajar al espacio, comparte claves para lanzarse y llegar allí donde nadie antes lo ha logrado.
Los primeros pasos del hombre sobre la Luna en julio de 1969 cogieron a Pedro Duque frente al televisor. Con tan solo seis años quedó hechizado por la lentitud de aquellas imágenes en blanco y negro. Como a muchos otros niños de su generación le pasó por la cabeza que quería ser astronauta, solo que en su caso aquella fantasía se acabaría haciendo realidad.
Duque había tenido la suerte de aterrizar en un entorno familiar favorable: se crió en Madrid (España) con una madre maestra, que comprendía el valor del estudio y la lectura, y un padre controlador de tráfico aéreo, por lo que el niño creció acostumbrado a que en casa los visitaran pilotos e ingenieros. Llegado el momento, se encaminó hacia la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Aeronáuticos en Madrid y acabó licenciándose con una nota media de 10.
No tardaría en aportar su talento al Centro Europeo de Operaciones Espaciales de Darmstadt en Alemania. En 1992, un anuncio de periódico –como corresponde a una oferta pública de empleo– hacía una llamada a cualquier interesado en desarrollar la carrera de astronauta para la Agencia Espacial Europea (ESA, por sus siglas en inglés). Duque se dio por aludido, pese a adivinar que las pruebas serían muy difíciles, interminables, casi una lotería. Se midió con más de 6.000 candidatos, todos ellos con un currículum válido.
Hoy es distinto porque la selección de personal no entiende de naciones, pero en aquella época cada país hacía una primera criba y luego mandaba a sus candidatos a competir con los finalistas del resto de países. Por supuesto, solo se promocionaba a los mejores entre los mejores, con buena salud, capacidades operativas, robustez psicológica, adaptabilidad, etc. A nadie le gusta correr riesgos. Mucho menos en el mundo de la astronáutica.
Duque se convirtió en el primer astronauta español de la historia y, en octubre de 1998, se vistió con el traje deseado y se preparó para su primera misión espacial, la STS-95, a bordo del Discovery, un transbordador de la NASA que contaba con la colaboración de la ESA y la NASDA (la agencia espacial japonesa correspondiente). Tras la emocionante cuenta atrás, el transbordador despegó para dejar atrás la corteza terrestre. En apenas 10 minutos había alcanzado una velocidad de 28.000 km/h. Siguieron nueve días de misión, en los que Duque compartió labores científicas y experiencias con otros seis astronautas.
Sin lugar para la improvisación
Parte del éxito de un vuelo espacial está en la previsión pormenorizada de riesgos. Todas las energías del equipo –enorme– implicado en el diseño de una misión astronáutica están destinadas a anticipar problemas. Se presumen contratiempos, desde el más quisquilloso hasta el más nefasto, y se proyectan soluciones.
A los astronautas se les exigen años de preparación con el único objetivo de evitar sorpresas en su semana clave de trabajo. Se entrenan muchos aspectos para que luego se pueda actuar con soltura, incluso ante lo impredecible. Es aquello que decía Mark Twain sobre la improvisación: toma un mínimo de tres semanas escribir un buen discurso improvisado.
Para su aprendizaje, los astronautas cuentan con un simulador del que será su lugar de trabajo una vez en órbita: se ha reproducido hasta el último botón de la consola de mandos. Allí ponen en práctica las rutinas de un transbordador y simulan situaciones de emergencia para familiarizarse con las medidas a tomar ante cualquier eventualidad. Curarse en salud es poco. También se espera que los miembros del equipo pasen tiempo juntos, se sienten a comer en la misma mesa, charlen de cuestiones no profesionales y se conozcan bien, con tal de que la convivencia en el reducido espacio de la nave no acarree sorpresas ni complicaciones.
De antemano los roles están muy bien definidos, pero se trabaja muchísimo en equipo. El éxito es de todos. Y aunque uno de los tripulantes está designado como comandante nominal, para casos de emergencia, el equipo aúna esfuerzos y se espera que todo el mundo aporte su punto de vista.
A más de 500 kilómetros de la superficie terrestre, un pequeño error puede suponer una catástrofe mayúscula. Conviene tenerlo en cuenta y, a la vez, sobreponerse y no permitir que la presión merme las facultades de uno. Hay una vieja broma de la aviación militar que vale para los astronautas. Durante mucho tiempo, los cazas de combate más avanzados llevaron relojes de cuerda –son mucho más fiables que los de batería– y los pilotos curtidos aconsejaban así a los novatos: “En caso de emergencia, antes que nada, dale cuerda al reloj”. Esto es, respira y sé sistemático, que las emociones no te dominen y el pulso no te tiemble... Los astronautas han hecho suya la recomendación.
El valor de la pluralidad
Las instalaciones de la ESA están distribuidas a lo largo y ancho de la geografía europea. Trabajar en uno de sus proyectos significa tener el privilegio de disfrutar de un ambiente internacional, codearse con expertos de muy diversas procedencias y, por ende, con bagajes de todos los colores.
Pedro Duque lo ha vivido desde dentro. Es consciente de que la ESA se nutre de la heterogeneidad que aportan los 22 países miembros porque “la diversidad en los equipos conlleva una mayor eficacia”. Lo corrobora la experiencia: si este y aquel reúnen vivencias distintas es posible que también sea distinto su know-how. ¿Quién duda que se detectan antes los problemas de – pongamos por caso– un prototipo, cuando las ópticas difieren y se pueden contrastar opiniones?
A esta ventaja hay que añadirle otra, quizás menos cuantificable, más simbólica: la colaboración internacional confiere a cualquier misión un matiz indudablemente positivo.
Cuando el Premio Príncipe de Asturias recayó en Pedro Duque (español), Chiaki Mukai (japonesa), John Glenn (estadounidense) y Valeri Poliakov (ruso), se tuvo muy en cuenta que estos astronautas representaban “la exploración pacífica del espacio”, así como la superación de las barreras nacionales, en pos de objetivos comunes y para beneficio de toda la humanidad.
Que los equipos de trabajo hayan ganado en pluralidad, claro, es un signo de los tiempos. Del mismo modo que lo es la presencia, en aumento, de mujeres en los proyectos astronáuticos. Con treinta años de experiencia en su haber, Duque ha sido testigo de esta curva de progresión. Hacia 1990 apenas había alguna ingeniera en la ESA y la exploración espacial era vista como un quehacer exclusivamente masculino. Entre las novedades del cambio de siglo está el hecho de que los laboratorios y los centros de operaciones se han fortalecido con el ingreso de licenciadas y expertas de todos los campos. La paridad está cada día más cerca. Es cuestión de tiempo.
¿Rivalidad positiva?
Hoy ya son varios los Estados que operan más allá de la estratosfera. Los más activos –esto es, los que más invierten– son Estado Unidos, China, Rusia, Japón, Francia, Alemania, Italia, India, Canadá y Reino Unido.
Sin embargo, hubo una época en la que nadie más que la URSS y Estados Unidos competía por obtener logros significativos y mucho antes que el oponente. A su modo, también rivalizaban por posicionar su marca, su imagen ante el mundo. Es bien sabido, a aquel cara a cara se le llamó “carrera espacial” no por casualidad, sino porque, con el telón de fondo de la Guerra Fría, corría en paralelo a la carrera armamentística. De resultas de esta disputa en las alturas, ambos países vieron como la innovación y el desarrollo técnico se revolucionaban.
Sin duda, el mundo ha dado muchas vueltas desde entonces. Los astronautas de la generación de Duque pertenecen a un paradigma bien distinto, pero conocen bien las anécdotas y los hitos de aquella escalada tecnológica del pasado. Asimismo, reconocen la lección que la carrera espacial puede darnos: la competencia alimenta la superación. Esta es una enseñanza que reaparece en el mundo de los negocios, las artes y los deportes, por la simple razón de que responde a un comportamiento muy humano. “Las rivalidades, si se llevan bien, son positivas”, dice Duque. “Contribuyen a la mejora de todos”. Conviene tenerlo en cuenta y saber encajarlo dentro de unos límites, naturales y dentro del campo de acción de cada uno. De ello podría depender que avancemos con pasos pequeños o que lo hagamos a grandes pasos.
La adaptabilidad del astronauta
En 2006, y por espacio de casi cinco años, Duque tuvo la oportunidad de desempeñar el cargo de director general de Deimos Imaging. Con base en España, esta empresa del grupo Elecnor suministra a sistemas de observación de la Tierra aplicaciones tan necesarias como la evaluación de daños tras incendios, sequías, inundaciones, etc. El uso de satélites permite que toda detección sea exactísima, casi inmediata, por lo que tomar medidas ante un desastre natural es mucho más fácil y rápido.
Al frente de Deimos Imaging, Duque pudo aportar conocimientos muy particulares mientras adquiría nuevas competencias sobre el terreno. Acostumbrado a que el liderazgo se produjera por convencimiento del equipo, la tarea en Deimos Imaging le confirmó una intuición: “Esa no es la única manera de liderar y, de hecho, los grupos unas veces necesitan un líder de un tipo y otras veces de otro”. Uno mismo debe adaptarse al grupo y valorar los proyectos en su conjunto, desde la visión privilegiada que otorga el hecho de ser quien está al mando.
Verlo todo desde arriba
Todo es distinto cuando, desde el espacio exterior, miras abajo, hacia tu planeta. Al menos esa es la experiencia relatada por muchos de los astronautas que han gozado del privilegio de tal perspectiva. En ese instante, la Tierra se antoja frágil, suspendida en el vacío, apenas protegida por una capa de aire muy fina... Se ve como un conjunto, sin fracturas.
El testimonio de Pedro Duque no se desvía un ápice de estas descripciones. “Ver la Tierra tan pequeña como es, apreciar el borde mínimo de la atmosfera, ayuda a entender mucho mejor que hay que cuidar el medio ambiente”. Muchos astronautas quedan profundamente conmovidos por esta visión. Se produce en ellos un cambio cognitivo, conocido con el nombre de efecto perspectiva, que concede un cariz nuevo a la manera de entender las relaciones internacionales, al sentido ecologista y humano de lo que hacemos en “el” planeta y “al” planeta.
Han transcurrido más de setenta años desde que se tomó la primera fotografía de la Tierra desde el exterior. Ahora forma parte de nuestro imaginario. Hasta entonces la humanidad podía suponer cómo era el mundo que habitaba, pero fue la exploración espacial la que más contribuyó a definir con exactitud el planeta. Poco a poco vamos intuyendo el alcance de esa imagen y a comprender el suelo que nos sostiene y sobre el que andamos.
El mundo tras la conquista del espacio
Aún hay quien se resiste a aceptar que las grandes inversiones en la investigación espacial acaban beneficiando, tarde o temprano, a la sociedad. Los hechos son los hechos. Buena parte de nuestra cotidianeidad tecnológica es fruto de los avances astronáuticos y, a veces, ni siquiera somos conscientes de ello.
- Sistemas de purificación de agua. De la necesidad de filtrar el agua y reaprovecharla en el aislamiento de las naves nació la posibilidad de hacer lo mismo en campos de refugiados y en situaciones de emergencia por catástrofe natural.
- Detectores de humo. Ahora tan habituales en nuestros hogares y en edificios públicos, se usaron antes para detectar escapes tóxicos en las estaciones espaciales de los años setenta.
- Cámaras de móvil. Nuestros teléfonos cuentan con cámaras digitales porque la NASA tuvo la necesidad de reducirlas al tamaño mínimo y desarrollar sistemas de compresión para transmitir los datos que conformaban las imágenes.
- Aspiradoras de mano. Sus antepasados directos son los taladros portátiles con los que se recogían muestras del suelo lunar.
- Placas de energía solar. Las células solares de silicio, que constituyen las placas actuales, fueron desarrolladas con el objetivo de obtener energía en el espacio con los materiales más ligeros.
- Herramientas de tecnología GPS. Nuestro hoy irrenunciable Global Positioning System no es consecuencia directa de los promotores astronáuticos, pero su implementación –la colocación de 24 satélites en órbita– es evidente que sí le debe mucho a la carrera espacial.
Este artículo se publicó originalmente en la revista IESE Insight (número 36, primer trimestre 2018).